Sunday, July 08, 2007

Cambio de rumbo: lecturas

"Un día, poco antes de desaparecer por última vez, llegó a mi casa y me dijo: me van a hacer una mala crítica. Le preparé una infusión de manzanilla y me quedé callado, que es lo que se hace, creo, cuando uno tiene que escuchar una historia, ya sea triste o alegre. Pero él también se quedó callado y durante un rato estuvimos así, él mirando su infusión o la rodajita de limón que flotaba en su infusión y yo fumando un Ducados, creo que soy de los pocos que sigo fumando Ducados, digo, de los pocos de mi generación, incluso el mismo Arturo ahora fuma rubios ultra lights. Al cabo de un rato, por decir algo, dije: ¿te vas a quedar a dormir en Barcelona? y él negó con la cabeza, cuando se quedaba a dormir en Barcelona lo hacía en casa de mi amiga (en habitaciones separadas, aunque esta precisión lo enturbia todo), no en mi casa, cenábamos juntos, eso sí, y a veces salíamos los tres a dar vueltas en el coche de mi amiga. En fin, le pregunté si se iba a quedar a dormir y él dijo que no podía, que tenía que volver al pueblo en donde residía, un pueblo de la costa a poco más de una hora en tren. Y entonces otra vez nos volvimos a quedar callados los dos, y yo me puse a pensar en lo que había dicho acerca de la mala crítica, y por más que pensé no entendí nada, así que dejé de pensar y me puse a esperar, que es lo que hace, contra todo pronóstico, el Desnudo bajando una escalera, y precisamente en eso consiste su extraña crítica.
Durante un rato lo único que escuché fue el ruido que hacía Arturo al beber su infusión, sonidos apagados provenientes de la calle, el ascensor que subió y bajó un par de veces. Y de repente, cuando ya no pensaba ni escuchaba nada, lo oí que repetía que un crítico lo iba a vapulear. Eso no tiene demasiada importancia, le dije. Son gajes del oficio. Sí que tiene importancia, dijo él. A ti nunca te ha importado, dije yo. Ahora me importa, debo de estar aburguesándome, dijo él. A continuación me explicó que su penúltimo libro y su último libro tenían unas semejanzas que entraban en el territorio de los juegos imposibles de descifrar. Yo había leído su penúltimo libro y me había gustado y no tenía idea de qué iba su último libro así que no le pude decir nada al respecto. Sólo preguntarle: qué clase de semejanzas. Juegos, Guillem, dijo. Juegos. El jodido Desnudo bajando una escalera, tus jodidas falsificaciones de Picabia, juegos. ¿Pero dónde está el problema?, dije. El problema, dijo él, es que el crítico, un tal Iñaki Echavarne, es un tiburón. ¿Es un mal crítico?, dije yo. No, es un buen crítico, dijo él, al menos no es un mal crítico, pero es un jodido tiburón. ¿Y cómo sabes que te va a hacer la reseña de tu último libro si todavía no está ni siquiera en las librerías? Porque el otro día, dijo él, mientras estaba en la editorial, llamó a la jefa de prensa y le pidió mi anterior novela. ¿Y qué?, dije yo. Que yo estaba allí, delante de la jefa de prensa, y ésta le dijo hola, Iñaki, qué casualidad, Arturo Belano está aquí mismo, delante de mí, y el cabrón del Echevarne no dijo nada. ¿Qué tenía que haber dicho? Hola, al menos, dijo Arturo. ¿Y como no dijo nada, tú sacas la conclusión de que te va a destrozar?, dije. ¿Y qué si te destroza? ¡Es igual! Mira, dijo Arturo, Echavarne se peleó hace poco con el Catón de las letras españolas, Aurelio Baca, ¿lo conoces? No lo he leído, pero sé quien es, dije. Todo se debió a una crítica que hizo Echavarne sobre el libro de un amigo de Baca, no sé si la crítica estaba justificada o no, yo no he leído el libro. Lo único cierto es que aquel novelista tenía a Baca para defenderlo. Y la crítica que Baca le dedicó al crítico fue de esas que hacen llorar. Ahora bien, yo no tengo a ningún meapilas que me defienda, absolutamente a nadie, así que Echavarne se puede ensañar conmigo con toda tranquilidad. Ni siquiera Aurelio Baca podría defenderme pues en mi libro, no en el que va a salir, en el penúltimo, me burlo de él, aunque dudo mucho que me haya leído. ¿Tú te burlas de Baca? Me río un poco, dijo Arturo, aunque no creo que ni él ni nadie se percatara. Eso descarta a Baca como defensor, admití, mientras pensaba que yo tampoco me había percatado de aquella burla que ahora parecía preocupar a mi amigo. Pues que Echavarne se ensañe, dije yo, qué más da, todo eso no son más que nimiedades, deberías ser el primero en saberlo. Todos nos vamos a morir, piensa en la eternidad. Pero es que Echavarne debe tener ganas de desquitarse con alguien, dijo Arturo. ¿Tan malo es?, dije yo. No, no, es muy bueno, dijo Arturo. ¿Entonces? No se trata de eso, se trata de ejercitar los músculos, dijo Arturo. ¿Los músculos del cerebro?, dije yo. Los músculos de alguna parte, y yo voy a ser el sparring de Echavarne para su segundo round o su octavo round con Baca, dijo Arturo. Ya veo, la disputa viene de lejos, dije yo. ¿Y tú qué tienes que ver en todo esto? Nada, yo sólo voy a ser el sparring, dijo Arturo. Durante un rato estuvimos sin hablar, pensando, mientras el ascensor bajaba y subía y el ruido que hacía era como el ruido de los años en que no nos habíamos visto. Lo voy a desafiar a duelo, dijo Arturo finalmente. ¿Quieres ser mi padrino? Eso fue lo que dijo. Sentí como si me clavaran una inyección. Primero el pinchazo, luego el líquido que entraba no en mis venas sino en mis músculos, un líquido helado que provocaba escalofríos. La proposición me pareció descabellada y gratuita. Nadie desafía a nadie por algo que aún no ha hecho, pensé. Pero luego pensé que la vida (o su espejismo) nos desafía constantemente por actos que nunca hemos realizado, en ocasiones por actos que ni siquiera se nos ha pasado por la cabeza realizar. Mi respuesta fue afirmativa y acto seguido pensé que tal vez en la eternidad sí que existe o existirá el Desnudo bajando la escalera o tal vez El gran vidrio. Y luego pensé: ¿y si la reseña es buena? ¿Y si a Echavarne le gusta la novela de Arturo? ¿No sería entonces, además de un acto gratuito, una injusticia desafiarlo a duelo?


(Roberto Bolaño, Los detectives salvajes, Barcelona, año 1998, Editorial Anagrama, libro II, fragmento extraído del capítulo 22. Gracias al amigo Pedro Mairal que me regaló el libro con motivo de mi viaje a Madrid)