Monday, July 31, 2006

Salta


El viernes a la noche llegué finalmente a esta ciudad. Hacía muchos años que quería conocer el norte pero siempre, por un motivo u otro, quedaba de lado. La petisa me esperaba en un hostal que había conseguido a último momento porque por las vacaciones no había prácticamente alojamiento. Un reencuentro muy gratificante, ya que ella se había adelantado unos días con su hermana y ya venía recorriendo. Comimos humita y tamales en "la nona" ahí cerca y nos fuimos a dormir.
Al otro día arrancamos para la ermita de la virgen del cerro. Una enorme cantidad de gente llegada de distintos lugares del país sube cada sábado rezando y cantando. Un espectáculo digno de ver, seas o no creyente. Ancianos, enfermos, niños, familias enteras, todos quieren ser tocados por la señora que, se dice, ha tenido contacto con la virgen que le encomendó la creación del santuario. Estuvimos varias horas esperando con la petisa, con mucho frío, pero valió la pena. Finalmente nos colocaron de pie, en fila, uno al lado del otro, mientras la señora recorría las hileras y colocaba levemente su mano sobre el hombro de cada persona. Muchas de ellas caían, como desmayadas, al piso, y eran sujetadas por voluntarios que iban colocándose por detrás suyo. Cuando nos llegó el turno, cerré los ojos mientras la señora miraba fijamente a la petisa y nos colocaba sus dos manos a la vez, en un hombro a cada uno. Fue instantáneo: perdí la noción del tiempo y el espacio, me desplomé hacia atrás sin siquiera poner las manos, fue mucho más fuerte que yo. Un voluntario debe haberme agarrado y depositado en el piso, porque cuando recobré la conciencia estaba acostado y sentía en todo el cuerpo una suerte de escalofrío interminable, una energía que me recorría desde los dedos de las manos hasta los de los pies. Escuché a la petisa, emocionada, acostada a mi lado. Pero no podía abrir los ojos, ni quería hacerlo. La sensación era de placer extremo, paz y tranquilidad. Un viaje místico, difícil de explicar. Después de un rato logré ver a mi alrededor: ya no quedaba nadie de nuestra hilera. La petisa se incorporó lentamente, yo me quedé un rato sentado, me sentía medio boleado todavía. Finalmente logré pararme y emprendimos el descenso disfrutando de una espectacular vista de la ciudad desde lo alto.
Aún consternados, nos pusimos en manos de un taxista que nos depositó en el patio de la empanada para nuestro almuerzo. Un tamal y un plato de locro con vino de la casa acabaron con todo el frío que chupamos arriba del cerro.
Al rato apareció cuñadita y salimos a caminar los tres por la ciudad. La plaza central de Salta es extraordinaria. De noche iluminan todos los edificios históricos para sacar a relucir todo su esplendor. El cabildo de un lado, la basílica del otro, ferias de artesanos, museos de arte aborígen, realmente para enamorarse. Me llamó la atención la devocion de los salteños, dos por tres se escuchan las campanadas de alguna iglesia, que las hay por todas partes. La misa del sábado a la noche en la basílica se reproducía por parlantes hacia toda la plaza e incluso se transmitía a través de una pantalla gigante colocada en la entrada. Es que la verdad es que no entraban todos adentro, a pesar de las enormes dimensiones de la iglesia. Apenas pude asomarme, estaba de bote a bote (o de nave a nave de la iglesia). La gente que quedaba afuera se mantenía firme a pesar del frío que no era menor y, la mayoría de ellos, rezaba con las palmas de las manos extendidas y hacia arriba. Un rato después me topé con la iglesia de san francisco, igual de imponente, y también explotaba de fieles escuchando la misa: casi no pude entrar.
Más tarde, salimos a comer por la calle balcarce, una peatonal para todos los gustos: boliches, bares, restaurantes. Optamos por el más típico. Comimos una parrillada mientras disfrutábamos de un grupo de folclore entonando zambas y chacareras, y de un paisano que la descosía con el malambo y revoleaba poncho y boleadoras por igual.
De vuelta al hostal, caímos rendidos, purificados y felices.