Tuesday, May 08, 2007

Marrakech

Pasamos tres días en marrakech. Una ciudad increíble y muy cosmopolita. Miles de personas de todas partes del mundo caminan por sus estrellas callejuelas techadas de los souks (barrios divididos según el oficio de los artesanos) que rodean la plaza jemma el-fna mientras los mercaderes intentan, sin darse nunca por vencidos, venderles cualquier tipo de producto, desde un par de babuchas (unos zapatitos con la punta hacia arriba, bien mil y una noches que la petisa, tentada, se probó varias veces), hasta dátiles, muebles, enormes teteras de metal, turbantes, lo que sea. Nosotros pegamos un mini puf rojo y redondo con un dibujo típicamente marroquí. Ideal para el monoambiente. Eso y unas pocas almendras y nueces cubrió nuestro presupuesto, por lo que puede decirse que para los interminables vendedores fuimos un pingüe negocio. Pero sí nos encargamos de subir a muchas terrazas, de aquellas que tan bien describe viera en el texto del interpretador que linkié en el post anterior. Una vuelta en el desayuno, de día, cuando pudimos observar a los encantadores de serpientes (en la foto) desde una distancia prudencial, evitando que nos atosigaran, víbora en mano, en busca de unos cuantos dirhams a cambio de las fotografías a tomar. Las otras veces, a la noche, para comer. También visitamos las tumbas saadíes, donde están enterrados todos los viejos sultanes ilustres de la ciudad, distintas mezquitas de todo tamaño y color y un palacio o, mejor dicho, las ruinas de uno, gigantescas, con enormes piletas en el medio (la pasaban bien los muchachos) donde la petisa se puso a hacer tai chi. Pero lo imperdible en esta ciudad, además de sus terrazas, es caminar por las callecitas de la medina o ciudad vieja, meterse en los riads (antiguas casas árabes con un patio central y una fuente en el medio, llenas de azulejos pintados de muchos colores), perderse por ahí, hablar con la gente, esquivar a los incansables vendedores y a esas motitos que pasan a los pedos entre la gente. Con la petisa todas las mañanas íbamos a la plaza y nos tomábamos unos jugos de naranja exquisitos (los mejores que tomé en mi vida) en el puesto 17, porque el dueño (en la foto) nos cayó simpático desde el primer día. Después caminábamos sin parar todo el día, comíamos algún kebab por la calle y, a la noche, después de bañarnos y descansar un rato en el hotel (donde conseguimos un cuarto mucho mejor a partir de la segunda noche, con baño privado y un balconcito que daba a una calle peatonal llena de gente que iba y venía), íbamos en busca de alguna terracita donde comer no muy caro mirando la plaza iluminada. Lo único malo es que como los marroquíes son musulmanes, la religión no les permite beber alcohol, entonces estuvimos a pico seco todo el viaje. Le dan al té todo el día y toda la noche (como decía mi amigo ahmed, whisky bereber) y eso te impide acompañar como se debe platos exquisitos como el tajine (hecho con carne y servido bien caliente), que pide a gritos un buen tinto. En algunos lugares te venden vinos importados, pero te rompen el orto, no vale la pena. En la plaza también hay punteros que van y vienen ofreciéndote choco choco en voz baja, pero también pasamos. La verdad que en marrakech la ciudad te basta, no hace falta más nada. Sentarte en una terraza, comer algo rico, ver pasar a la gente, escuchar a los tipos vendiendo cualquier cosa todo el tiempo, absorver una cultura tan diferente y tan cerca de europa. Una experiencia increíble disfrutar de marrakech. Y nosotros la aprovechamos a fondo.