Friday, June 02, 2006

Solos con ellas

"Entonces pensó en otras chicas. Primero empezó a retroceder en el tiempo hasta verse menos poca cosa, hasta verse con otras chicas casi como un héroe, con otras con las cuales no había durado ni un suspiro y por eso parecía tan invulnerablemente joven. Pensó en cada una de sus novias: las que no llegó a besar, las que besó pero no llegó a enamorar del todo, las que le permitieron todo pero no le gustaban tanto. Le parecieron pocas. Entonces pensó en aquellas con las que pudo serle infiel a ella y no le fue. Pero no tenía la absoluta seguridad de que hubieran estado realmente dispuestas. Así que pasó a las amigas de sus amigos. Empezaron a desfilar por su cabeza escenas fugaces en cocinas y pasillos, silencios levemente incómodos y cargados de sentido, miradas furtivas, torpes, intensas. Todas las escenas venían con ruido de fondo: carcajadas, música, vasos y botellas tintineando, voces que tapaban otras voces.
Cuando iba a pasar a las amigas de ella se quedó sin fuerzas. Volvió a odiarla por haberle quitado la ferocidad, por haber acelerado el paso del tiempo. Pensó en cómo creía que iba a ser a los veintiséis cuando tenía veinte. No; ése no era el problema. La casa. Eso sí. Se alivió de que hubiera espacio suficiente para que pudieran no verse o ignorarse en ese momento, y se volvió a amargar cuando pensó que uno de los dos iba a quedarse con la casa. Que uno de los dos tendría que irse (él, le daba odio que fuese él). Que terminarían por venderla. En la oscuridad total sintió que conocía esa casa de memoria: podía ir y venir a oscuras sin chocarse con los muebles, acertando a tientas el lugar justo del picaporte, de la manija del cajón, de la perilla de la luz. Qué importaba que ella hubiese elegido los muebles y el color de las paredes. Él trataba a la casa como a un ser vivo; él caminaba de noche por los cuartos y conocía los más mínimos murmullos y crujidos de cada ambiente; él hablaba con la casa cuando tenía insomnio.
Entonces pensó en todas las cosas que no había podido hacer desde que estaba con ella. No hubo enumeración, las pensó en abstracto, como un todo que le faltaba entero y absolutamente, como una sola cosa indefinible. Ella seguramente no se daba cuenta de eso, tampoco. Ella ni siquiera se atrevía a pensar cosas y no hacerlas. Ella tenía más miedo, aunque el domesticado fuese él. Se sintió más generoso, más vulnerable, más herido y heroico que ella. En realidad, se empezaba a sentir como un estúpido.
No. Estúpido no: solo. Solo como una pizza bajo la lluvia. Eso era robado: Lou, o Dylan, o Cohen, o algún otro. A oscuras uno está más solo, pensó, y eso sí que era de él. Así que siguió pensando: a oscuras de verdad, cuando hay apagón, cuando no existe la posibilidad de zafar, de prender una luz o la televisión, de poner un disco, de hojear una revista, de abrir la heladera, ni nada. A oscuras, en una casa a oscuras, en un barrio a oscuras. Como ahora.
Afuera no se oía ni siquiera el caos del tránsito sin semáforos. Nada. Se asomó por la ventana. Cerró los ojos, volvió a abrirlos. Era igual. Entonces empezó a oír algo: un rumor. El rumor del pensamiento de todos los que estaban pensando lo mismo que él. Como si, en la oscuridad, los edificios se convirtieran en una colmena cerebral hiperactiva. De cada ventana abierta salía el mismo rumor, que espesaba más la noche húmeda y silenciosa. Eso era la soledad. Eso era lo que estaban pensando todos los que estaban pensando lo mismo que él en ese momento. Que sus novias o mujeres no entendían un carajo de nada; que las chicas ajenas o solas quizá sí entendieran y seguramente estarían encantadas de tener a su lado tipos así, de poder elegir...
Retrocedió dos pasos y miró hacia la ventana. Pero ahí se quedó, clavado al piso. La bañadera estaba llena de agua, y en el agua estaba ella. Desnuda, con los ojos cerrados, la frente perlada de humedad y el pelo empapado echado hacia atrás, sobresaliendo del borde, suspendido en el aire y goteando.
Pensó: está mojando el piso. Pensó: está muerta. Pero el agua se movía casi imperceptiblemente, al ritmo de la respiración de ella. Miró un rato largo las tetas que subían y bajaban apenas en el agua. Pensó: está dormida, no le importa que vuelva la luz, ni siquiera se dio cuenta de que estuvimos a oscuras, porque ella no piensa, no se plantea nada, nunca va más allá de ella misma. Pensó: ya no la quiero. Pensó: y ella, ¿me querrá?
Retrocedió dos pasos más, agarró uno de los cepillos de dientes, siguió retrocediendo hasta salir del baño y se lo tiró desde ahí. Ella se despertó en el acto. Chapoteó ridículamente, estiró las piernas bajo el agua y, echando la cabeza más para atrás y un poco al costado, dijo, demasiado fuerte, como si fuese necesario que la oyeran en toda la casa:
-Miguel, ¿volvió la luz?
Él se quedó en donde estaba, aguantando la respiración. Ella volvió a llamarlo, pero esta vez dijo Miguelito. Él pensó: puta de mierda. Pensó: debería matarla en este momento. Después prendió la luz del pasillo y quedó con las manos apoyadas en el marco de la puerta del baño."


(Fragmentos del cuento "El karma de ciertas chicas" arbitrariamente escogidos por superloyds. El cuento forma parte del libro "Nadar de noche", de Juan Forn, año 1991, reeditado por Alfaguara en el año 2002)