"Lo mismo: vienen los helicópteros, no se piensa en correr. Primero porque se nota que te alcanzan, de rápidos que son. Después, porque corriendo se hace fácil pisotear una mina y volar ovejita carneada por el aire. Tercero -causa principal- por lo tan feo del ruido y el olor. El olor ahoga; el ruido paraliza. Vienen volando bajo, atacan en montón: cincuenta, sesenta, cien y hasta más helicópteros se han visto juntos en el ataque. Llegan echando viento para abajo. ¿Y qué es esto tan hermoso? Esto, tan lindo, es: ¡el escape! La primera impresión del escape es buenísima, porque baja caliente. El viento bárbaro y caliente batido por las hélices pega en el suelo y rebota del suelo y entra por las costuras de las ropas, por las bocamangas de los gabanes y por los pantalones y circula y calienta todo. Es alegría el viento recalentado de los helicópteros encima. Pero después, cuando tratan de respirar, se les termina la alegría: respiran y entra el olor a querosén mal quemado de los motores, eso que ahoga. Entonces quisieran que la nieve y el barro los chupen para siempre y quieren que vuelva el frío, el aire y lo mojado y que se vaya para siempre el olor a helicóptero.
Pero lo peor, y lo que quita definitivamente las ganas de correr, y hasta las de vivir, son los tipos: los tipos se asoman por una puerta grande del helicóptero, miran el terreno, lo eligen y tiran su cintita que cae como una serpentina a la tierra. Por ella, que parece que se fuera a cortar, bajan británicos -escots o wels- y ver el entusiasmo que traen quita las ganas de correr y pone en su lugar el arrepentimiento de haber nacido en el putísimo año mil nueve sesenta y dos. ¡Si mirando de arriba, antes de bajar, parece que fueran a tirarse en la pileta del club de contentos! Bajan gritando: el griterío tan fuerte tapa el ruido de los helicópteros -que es como de cien locomotoras- y ya bajando se les ven las caras afeitadas, alegres, lisitas, y se les ven los dientes de Kolynos que tienen y se les ven los ojos todos de vidrio celestito que cuando miran al argentino parecen apoyarle cubitos de hielo encima del riñón.
Como si fueran a una fiesta bajan: se dan palmadas, riéndose; hacen flexiones en la cintita para caer con gracia como en un circo y cuando tocan el suelo -piedra, pasto, o restos de batalla, fierros fundidos o muertos negros- salen trotando. Si ven al argentino, lo miran y él no lo puede creer; miran a la cara, entornan los ojitos eléctricos y si no tiene armas largas, lo dejan donde está. Uno que otro lo relojea como calculándole el precio de la ropa, pero la mayoría hace no más que el gesto de lucir el estado atlético y nunca falta el hombre bajado de helicóptero que mira al argentino de perfil y lo escupe y dice algo en británico que no se entiende, ni falta el que lo pisa. A veces pisa uno y todos se desvían para pasarle en orden por encima al caído y pasan cinco, diez (hasta treinta pueden salir de un helicóptero) clavándole la bota, y el último lo esquiva, mirándolo con lástima y entonces el argentino entiende lo que debió sentir aquella oveja que se iba yendo por el campo con tanto disimulo.
A los motores de helicópteros los británicos deben ponerles esos escapes especiales para que hagan más ruido y asusten más. Y a los hombres de los helicópteros los mandan con una o dos pastillas de pelear adentro y los eligen a propósito con caras de felices, ojos de hijos de puta y medio flacos y livianos para que no hagan mucho bulto en la cabina.
Cuando los que habían visto bajar a los hombres de helicóptero supieron cuánto ganaban de sueldo -más que un general argentino, lo que es mucho decir- justificaron que se tirasen tan contentos por esa cinta fina que parece que en cualquier momento se les fuera a romper, pero les aguanta."
(Rodolfo Enrique Fogwill, "Los pichiciegos", año 1982, reeditado por Interzona en el año 2006, fragmento tomado de la segunda parte, capítulo 5)