Dedicado al colega y amigo don ignacio molina, que esa noche de villancicos brutales estuvo presente con todos nosotros.
En esa época ya había pasado los 30 y aún pertenecía al plantel de una oficina llena de abogados. Poco tiempo antes, había empezado a frecuentar a otros escritores, varios de ellos reconocidos en el ambiente. El fútbol, como en muchos otros casos, había sido nuestro punto de acercamiento.
Me acuerdo que estaba a unos kilómetros de Córdoba capital, en una pequeña villa llamada La Bolsa. Esa misma mañana había bajado del ómnibus que me trajera desde Buenos Aires. Desayuné en la terminal y me tomé un taxi hasta lo de mi prima, donde me esperaba su marido. Me mostró el cuarto de huéspedes y juntos nos pusimos a repasar las fotos del casamiento. Se habían casado pocos meses atrás. Yo había asistido a la ceremonia: incluso fui el chofer de la novia camino a la iglesia, pero esa es otra historia.
Esta vez, el motivo de mi visita era, como lo había planteado en la oficina, un encuentro de escritores, aunque a decir verdad fuera más bien un desafío interprovincial de fútbol entre autores porteños y cordobeses. No sabría decir si en ese entonces se me podría haber llamado escritor, lo que sí es seguro es que de haberlo sido era el menos escritor del equipo, partiendo de la base de que todos los demás ya habían publicado. De hecho, se había organizado un encuentro de lectura con motivo de nuestra visita y se lo promocionaba con unos afiches que lucían los nombres de todos los integrantes del equipo, a excepción del mío claro está. E incluso la prensa local, en sus anuncios, había omitido mi presencia.
Pero volvamos a ese día específico. Después de las fotos fui a conocer la panchería que mi primo regenteaba en el centro de la ciudad. Probé un súper pancho con casi todos los condimentos existentes y, mientras fumábamos un cigarrillo (porque en esa época yo todavía fumaba), le pregunté dónde podía vaguear tranquilo durante el resto del día. Creo que era mayo. Había amanecido bien fresco y yo estaba muy abrigado. Mis coequipers llegaban ese mismo día a la noche, algunos al día siguiente. Yo ya había pedido faltar a la oficina, pensando que algún otro vendría conmigo (me acuerdo que era un viernes sándwich por algún feriado, probablemente el 25). Al final varios candidatos desistieron de adelantar el viaje y yo me mandé igual, por mis primos y porque necesitaba un día solo en las sierras para reencontrarme conmigo mismo. César (mi primo) me dijo que probara en Anisacate, que ahí encontraría lo que buscaba, que quedaba a menos de una hora de la ciudad. Me pareció una buena opción, así que volví a la terminal y me subí a un Sierras de Calamuchita.
Dormí casi todo el viaje. De casualidad me desperté cerca de donde debía haber bajado. Cuando finalmente lo hice estaba pegando el sol bastante fuerte y mi abrigo ya no tenía justificación. Cargando, entonces, mi viejo sobretodo al hombro, caminé por un pueblito muy simpático, crucé un puente sobre un río pedregoso y encontré una mínima oficina de turismo. Un carismático empleado me indicó un circuito para hacer a pie, mientras me entregaba distintos folletos de la zona. Uno de ellos decía: “Bienvenidos al corazón de Paravachasca. Bienvenidos a Anisacate, donde colmará sus expectativas”. Anisacate, según me explicó este muchacho, significa en lengua aborigen (en comechingón), algo así como “Pueblo del Alto”.
Caminé por las calles de tierra: no había un alma, sólo perros que me ladraban cuando pasaba frente a las casas. Al rato llegué a la orilla del río que había cruzado antes. Se llamaba, por supuesto, Anisacate. Me recosté en una playita de arena, a escuchar el agua correr entre las piedras mientras leía. Había llevado conmigo un interminable Adán Buenosayres, Nadar de noche y Las aventuras del Sr. Maíz. También mi primer libro de poesía, que estaba próximo a ser impreso como edición de autor. Opté por Forn y leí varios cuentos: me acuerdo de uno especialmente, de un chico mudo que se hace pasar por ex combatiente de Malvinas para conseguir trabajo en la embajada argentina en Santiago de Chile. Después me quedé dormido, solo, acalorado, al pie de las sierras, al borde de ese arroyo cristalino. Cuando desperté, me mojé la cara y el pelo y retomé la caminata en busca de algo para comer. Pero era la hora de la siesta y todas las persianas estaban bajas. Llegué a la ruta y la bordeé hasta entrar en La Bolsa, el pueblo vecino. Encontré una terminal de ómnibus totalmente desierta: sólo boleterías cerradas y un viejísimo guardián que me informó que el próximo micro de regreso a la ciudad pasaba recién una hora más tarde. Me dijo, también, que a 200 metros de ahí había un lugar con internet donde al menos podría conseguir algo fresco para beber.
Entonces la vi. Estaba parada en la puerta del cyber pueblo con sus pantalones, su camisa blanca, su corbata finita y su mochila. Bajaba el picaporte con delicadeza pero sin éxito. Se alejó unos metros de la puerta y me miró con su cara de niña. Le pregunté si estaba cerrado, pero no llegó a contestar. Una voz gruesa nos inquirió, desde una ventana, qué necesitábamos. Algo para tomar, contesté. Un helado, dijo ella. Tenía 16 años. La puerta se abrió. Aún iba al colegio. Entré después de la niña. Debía ser virgen. Pedimos. El hombre preguntó si estábamos juntos. Ella sonrió mientras aclarábamos, casi al unísono, que no. El tipo se disculpó. Salimos cada uno con lo suyo. Me senté en una mesita de plástico medio clueca, sobre el camino mismo. La niña me pasó por enfrente, me miró y volvió a sonreír, mientras rompía la envoltura del helado con una suavidad perturbadora. Cruzó la ruta y se sentó de espaldas a mí, sobre el paredón de una casa.
Yo me puse a mirarla a través de la ruta. Lo hice durante horas, creo, entre los autos que pasaban, bajo la enorme bandera argentina que el tímido viento no lograba hacer flamear, por sobre los distintos carteles: “PROHIBIDO EL INGRESO DE VEHÍCULOS PARTICULARES”, “JUEGOS – PUCHOS – BEBIDAS – HIELO – CARBÓN – GOLOSINAS”, “CARNICERÍA Y DESPENSA 9 DE JULIO”, “HELADOS ARTESANALES TODOS LOS GUSTOS”, “INTERNET BANDA ANCHA TELÉFONOS”, “POLICÍA V. LA BOLSA”, “DISPONEMOS DE COMIDAS ELABORADAS PARA LLEVAR”. De tanto en tanto, la niña me miraba por sobre su hombro derecho, a la vez que mordía su helado que parecía no acabársele nunca. Finalmente volvió a cruzar hacia donde yo estaba. Me dijo su nombre y algunas cosas más. Tenía 16 años.
Lo que no logro acordarme es cuándo y por qué razón decidí escribir este relato. Sospecho que fue uno de esos instantes detenidos que perduran en mi memoria deteriorada, como un oasis plagado de detalles irrelevantes, mecanismo que en buena medida hace que pueda seguir escribiendo. Tal vez no valga la pena, o nunca debí contar esta historia. Quizá nunca lo haga y algún día ella la lea, la vea o la escuche. O quizás estoy sentado, aquí y ahora, al borde del camino y con la panza vacía, a la espera de un colectivo imposible, observando los autos, los carteles, creyéndome escritor y garabateando incoherencias en las solapas de otros libros. Mientras tanto, ella cruza la ruta, me mira con ojos de niña atrevida y desde sus 16 años me pregunta: ¿Qué escribís?