Thursday, November 01, 2007
Loyds, camarero, acción !
Servir o ser servido, esa es la cuestión. Creo que el 99 % de las veces que fui a un restorán, me senté a una mesa y pedí algo de comer o de beber. Nunca había estado del otro lado, por más que por momentos crea haberlo hecho cuando visité a mi primera novia, que vivía en Fort Lauderdale, allá por el 97. A esta altura ya no sé si eso fue ficción o realidad, es decir, si ocurrió o me lo inventé, como muchas otras cosas que resbalan en mi memoria y se entremezclan entre verdades incontrastables y mundos imaginarios que sólo sucedieron en mi cabeza. En fin, tal vez por eso cuando me llamaron y me preguntaron si había trabajado como camarero les dije que sí, que claro, que en una pizzería en Miami. Hoy me levanté medio aturdido después de una noche de brujas bastante loca, donde me visitaron, desde una nube de humo y alcohol, todos mis fantasmas juntos. Yo creía que iba a un casorio, pero no, eso hubiera sido un juego de niños. A las 10.30 de la mañana me buscó Joto, el dueño del circo, por la boca del metro de Alameda de Osuna, escala final de la línea verde (consecuente con mi resaca). A los 20 minutos apareció Daniel, un chileno que sería mi compañero de salón, el mejor que me podría haber tocado: de movida llegó tarde y casi sin dormir, lo que me hizo sentir mucho más tranquilo para encarar el día. Mientras se desmayaba en el asiento de atrás, yo charlaba con mi nuevo jefe y disfrutaba del ascenso a la sierra de Guadalajara. Una hora y media hasta Campillo de ranas, un pueblito de película enmarcado en un valle rodeado de montañas. Bajamos en una vieja casa de piedra rodeada de un jardín espectacular preparado para una gran recepción. Mientras yo soñaba con servir esas mesas disfrutando de un paisaje extraordinario, Joto me contó que la temporada de bodas había terminado, que ahora únicamente funcionaba el restorán, en el interior de la casa, donde la gente que sale de paseo por Castilla La Mancha para a deleitarse con unos judiones (una especie de porotos muy sabrosos) o un corderito asado, las especialidades de la zona. Entramos entonces a la Aldea Tejera Negra, que sólo funciona los fines de semana (hoy es feriado acá en España, por el día de los muertos). Aunque no era lo mismo que afuera, los enormes ventanales permitían apreciar la caída del valle y las montañas a lo lejos. No bien llegar me topé con dos rumanas vestiditas de uniforme, una medio sub encargada y la otra que no tenía ni idea, me preguntaba hasta cómo repasar las copas para sacarles más brillo. Gaby, la primera, me dio una chomba negra y un delantalcito naranja para uniformarme igual que ellas. Elena, la rookie, estaba aterrorizada. Eso también me hizo sentir más tranquilo. Había que ponerle onda y pasarla lo mejor posible, y eso fue lo que hice. Me presenté a la encargada ya uniformado. La sargento Merche (que nos cagaría a pedos durante todo el día), apenas me saludó, me miró de arriba abajo y dijo: la gorrita fuera, el cabello recogido, venga, muévete. Cumplí las órdenes, robé una gomita de una pila de tarjetas y torpemente me hice una colita en el pelo, por tercera vez en mi vida, creo. Saqué brillo a todas las copas, entré a la cocina, saludé a Mohamed, el cocinero marroquí (todo un artista), a su hermano que se encargaba de los postres y hablaba menos español que cocodrilo dundee, a un niñato rumano lavaplatos que directamente no hablaba y a la ayudante de cocina, otra rumana que resultó ser un personaje y cada vez que entraba en la cocina me gritaba: ¿¡qué pasa guapooo!? Pero quienes fueron vitales fueron María, una española divina que manejaba la caja y me explicó todo el sistema de comandas, y que cuando me hablaba me miraba siempre con una sonrisa y arrancaba con un: mira, cariño o ¿qué necesitas tesoro?; y Dani, el camarero chileno, que era una masa total: además de ser rapídisimo y muy vivo, me cubría todo el tiempo, me decía, acá, allá, mesa 10 el pan, mesa 4 segundo plato, retira la mesa 7. Yo pensaba que íbamos a estar tranquilos, pero entre el mediodía y la noche, ¡le dimos de comer a 300 personas! Increíble. Al principio patiné un poco, se me cayó un pan, llevé un par de cazuelas sin cuchara, saqué un plato que no sabía qué era, pregunté y me tiraron: conejo. Llegué a la mesa y dije: ¿el conejo? Nadie respondió. Hasta que uno dijo: pero esas son mis chuletas hombre, de qué conejo me hablas. Todos se rieron y yo también. Después me preguntaron los sabores de helados para el postre y contesté: frutos del bosque, chocolate, plátano o conejo. Y todos volvimos a reír. En general salió todo bien, salvo la mesa 4 que anotaron el pedido dos veces y al final no salió ningún primer plato, empezaron a salir los segundos y yo me avivé que no habíamos servido el primero. Adentro de la cocina era un griterío: la sargento Merche nos cagó a pedos a todos, salió a disculparse con los comensales y a invitarles un chupito (al final se fueron mamados y contentos), Mohamed puteaba en árabe mientras golpeaba las comandas con el reverso de la mano, una risa. Las cosas que pasan adentro de una cocina son absolutamente surrealistas, hasta que no estás ahí no te enterás de nada, sentadito en tu mesa tomando tu tinto. Hace mucho que no estaba tan acelerado, reclamando platos, levantando mesas y volviéndolas a poner, abriendo botellas de vino, llenando y tachando comandas. Pero fue tan divertido que creo que lo hubiera hecho gratis. Encima entre el almuerzo y la cena nos clavamos un cordero asado con papas fritas que estaba más bueno que una sesión de cosquillas en los pies. Mohamed tiene buena mano para la cocina, todos los platos que sacaba se veían espectaculares. Al final del día, más relajados y muy contentos porque todo había salido bien, nos tomamos los vinazis que quedaron sin terminar. Todos se quedaban a dormir ahí, para seguir hasta el domingo, por el puente del feriado. Pero yo ya tenía armado un viaje a Cantabria y el País Vasco, salgo mañana temprano, así que me pagaron el día, me despedí de todo el equipo mientras me pedían que volviera el fin de semana que viene y emprendí con Joto la bajada de vuelta a Madrid. Hasta me dieron ganas de quedarme, aunque mi viajecito pinta de puta madre también. Tal vez el próximo viernes esté de vuelta con varios platos en las manos dando vueltas por el salón de un restorán, en una casa de piedra enclavada en el medio de un pueblito perdido en una sierra de Guadalajara, entrando y saliendo de una cocina surrealista, hablando a los gritos con un cocinero marroquí y una ayudante rumana que me dice guapo. Ya veremos. Por lo pronto, mañana a las 8 me subo a un bondi que me va a llevar hasta el mar del norte, donde una familia cantabra me espera para almorzar. Y mi cuerpo y mi mente seguirán viajando, cada vez más lejos.