Wednesday, November 07, 2007
País vasco viejo nomás
Al siguiente día arrancamos bien temprano para aprovechar el auto que teníamos alquilado por 72 horas. Café con leche, una especie de cuernitos azucarados y jugo de naranja, todo a cargo de mamá María (que hasta nos hizo unos sándwiches de jamón serrano y queso manchego para el almuerzo), y a la ruta. Hacía como ocho meses que no manejaba y descubrí que lo sigo disfrutando tanto como siempre, me clavé como 700 kilómetros y casi ni me di cuenta. Además es como surfear y andar en bicicleta, cosas que no se olvidan. Sarita es todo un personaje, es capaz de meterte unas 800 palabras por minuto, pero si le comprás el diario El Mundo (donde trabajó hasta hace poco tiempo) puede quedarse leyendo varias horas sin hablar. Cruzamos a Francia sin problemas y nos pasamos la mañana recorriendo Biarritz, un pueblito muy pintoresco y típicamente francés, además de muy surfero. Y dio la casualidad que nos encontramos con la final del campeonato nacional de surf juvenil, un espectáculo total. Me quedé un rato largo mirando a los pibitos surcar esas olitas perfectas en la grand plage y me prometí que la próxima vez que venga me metería yo también. Después hicimos un breve paso por Saint Jean de Luz y volvimos a entrar en España tranquilamente. Llegamos a San Sebastián, donde comimos nuestros sándwiches mirando el mar también lleno de surfistas, mientras planeábamos nuestro retiro en una casa, ahí mismo, sobre la playa. Es que San Sebastián (o Donostia, en euskera) es sencillamente maravillosa. Su casco antiguo, en cuyas estrechas callejuelas repletas de barcitos el mundo entero se dedica a comer y beber todo el santo día, es pura magia, no podés caminar una cuadra sin quedarte estúpido mirando una iglesia, una plaza, un edificio antiguo o un balcón lleno de flores. Y todo eso a metros del mar. Para coronar la tarde subimos al monte igeldo, que ofrece una vista de la ciudad que no se puede creer (ya bajaré las fotos) y donde funciona un parque de diversiones. Yo no me hubiera ido nunca de ahí, pero había que seguir viaje a Zarautz, una playa divina con una rambla que la recorre de punta a punta llena de bares y restoranes. Y cuando ya se hacía de noche, recalamos en la luminosa Bilbao, con su ría cruzada por puentes gigantescos y enmarcada por modernosas joyas arquitectónicas, entre los que destaca el famoso museo Guggenheim, al que pudimos colarnos brevemente minutos antes del cierre. Era hora de conocer el extraordinario país vasco (de donde dicen proviene mi apellido, de la parte francesa, aunque mucho no pude averiguar). Felices y contentos regresamos surcando la autopista a casa de la familia Gijarro, donde Rafa y María nos esperaban, esta vez, con un exquisito pulpo a la gallega y unos filetes de pescado hechos milanesa que eran la gloria. Con la panza llena, los pies doloridos de tanto caminar y una gigante sonrisa en los labios, subí a mi ático en suite, a descansar un poco.