Subo las escaleras de la facultad de ingeniería.
Doblo a la derecha, o a la izquierda, depende de cómo se vea.
Mesa 4866, no hay nadie, bendita suerte...
Los muchachos, aburridos, me hacen chistes malos.
Recuerdo por un momento pasadas jornadas cuando
me convocaban a fiscalizar sufragios ajenos, un bodrio.
Ingreso, sobre en mano, al luminoso cuarto oscuro.
La resolana se cuela por las roídas ventanas del aula y
alumbra numerosas papeletas con
nombres, en su mayoría, desconocidos.
Recorro una a una. Veo a Moria, a Zulma Faiad y pienso
que si hubiera entrado Nito Artaza el cabarulo estaría completo.
Veo también a Mauricio, a Rafael, a Lilita y se me viene a la cabeza
el seudo debate que montaron días atrás. Me río solo.
Mi conformismo argento me indica que al menos
yo siempre pude votar.
Imagino que el pequeño oko desearía desenchufarse de una
vez y estar acá. La madder, a su lado, como muchas otras veces
que no estuvo Martínez Raymonda, seguramente no irá a votar.
Olvidé mi feta de salame. Homero Simpson no se presentó.
Tomo entre mis manos una papeleta y la mando al sobre.
Lengüetazo, salgo y a embocarlo en la alcancía
de cartón que es la parte más divertida.
El sellito redondo se deshumedece en mi último casillero,
ya está, cumplí, y no se por qué siempre me siento más
optimista en estos días; dura poco, como cuando salgo
de la psicóloga. Bajando las escaleras me encuentro con un personaje
que no quiero ver. No tengo nada para decirle, me pregunta:
“¿y, por quién votaste, ganan?” Le respondo:
“¿qué te importa? El voto es secreto”.