Hice un montón de cosas antes de llegar a Ezeiza. El laburo quedó ok. Mandé ropa a lavar, devolví el dvd que no ví (como siempre), llamé a pequeño oko en franca mejoría: parece que mañana ya lo largan.
En sala de embarque, luego de check in y migraciones, consigo empezar a relajarme. Me voy a un congreso, Guayaquil city. La idea me resulta interesante, no tanto por el congreso que me nefrega, sí por el cambio de aire: despejo la cabeza, conozco un nuevo país y en una de esas, si tengo suerte, me puedo llegar a meter al mar. Y a caballo regalado...
Me traigo el fono del lobo (surfero viejo casado con niña de estas tierras) para que me oriente un poco, porque la experiencia indica que con alguien de la casa uno se evita el derecho de piso, andando de aquí para allá pifie que te pifie.
Avión completo, me pregunto qué hace tanta gente volando a Guayaquil un lunes a la tarde. Gran jefe elige lugar, a lo largo del viaje se irá asustando poco a poco a raíz de distintos turbulentos sacudones. Yo ni me entero, duermo plácidamente.
Comida de avión, bastante respetable esta vez, lomo al champignon que devoro aunque no me gusten los champignones. Gran jefe quiere ir al baño otra vez, desearía saber por qué razón habrá querido ventanilla. Se me viene a la cabeza un capítulo de Seinfeld en el cual parodiaban el ínfimo espacio destinado a los pies de los pasajeros clase turista. Cúanta verdad.
A mí me toca justo en el medio, el vecino del otro lado (un argento que caerá en el mismo hotel y en esta mismísima sala de internet) tiene muy mal aliento. Me la paso leyendo revistas atrasadas del madrileño El País y me quedo en una crónica: "malos de la historia", que habla de Calígula y no tiene desperdicio. Un loco de mierda, mandó matar a su propia familia y quería nombrar heredero a su caballo.
El hotel es clase A, me ubican en una habitación con ventanal vista a la ciudad, me sumerjo en todas esas lucecitas que chisporrotean desde lo que parece una colina. Prendo un cigarrillo aunque creo que el cuarto es no fumadores. Le doy una larga calada y pienso que tranquilamente podría vivir un tiempo en hoteles.
Ataco el frigo bar. Como y me río. Está todo pago. Qué lindo sería que la petisa estuviese acá. Seguramente la prolijidad de la habitación, que repaso con la mirada, no sería tal. Ordeno un poco la ropa (es ahora o nunca), jugueteo con mis comodidades -televisión, música, aire acondicionado- y me meto en la ducha.
Salgo renovado y feliz. Suena el teléfono. Gran jefe tiene hambre, le recomendaron unas costillitas de cerdo en un boliche de acá enfrente. Resulta ser Tony Romas, famous for ribs, yanquilandia total pero se morfa de puta madre. Salimos de la panza.
Vuelta al hotel, el lobo parece sorprendido de escucharme, igual quedamos en hablar mañana que viene para el centro. Me meto un rato a postear algo (lo jodido que es poner los acentos en este teclado no se puede creer), de un libro que me regaló el otro día un poeta, Sebastián Morfes, y empieza así:
"Vivió un año largo confundiendo su sueño con
los chispazos de los bichos de luz. La vieja,
muda, ciudad que conoció a los 18
le ablanda la cabeza como las máquinas anchas
al asfalto. Se harta de las alfombras
largas y en esa línea finísima todo
se hunde.
Con menos de 35 está a punto de cortar
por lo más delgado, por lo más profundo del relieve
sinuoso de su pozo interno;
tiene un castor adentro
de la cabeza: le hunde la punta de los dientes
y una viruta se suspende
en polvo blanco y filo; respira
el aire soleado pero no viene
la tarde que espera a cerrarle
los ojos. Guarda encierro
en una casa de paredes gruesas y luz
en los zócalos; una figura azul se proyecta detrás
de sus ojos y se confunde despierto
con rebotes de una tormenta de viento puro."
Si así arranca vamos bien. Me gusta como escribe este muchacho. Me voy a dormir con la poesía bajo el brazo y una sonrisa en la cara. Mañana será otro día.