Centro de Convenciones Cristianas, el auditorio de mayor capacidad de la Ciudad de Guayaquil, se encuentra completo. Miles de latinoamericanos aquí reunidos aguardan atentos la exposición magistral del enorme profesor argento. Su predecesor, un maestro mendocino desconocido en estas tierras, se luce tanto que da orgullo oírlo y deja todo listo para que lo suceda la aparición de esta especie de profeta fuera de su propia tierra. Su guayabera deja paso a un elegantísimo traje cruzado, el tipo está impecable. A paso cansino, se acerca al púlpito y comienza diciendo: "Hermanos ecuatorianos: creo que ustedes no me conocen tanto como yo los conozco a ustedes". Inmediatamente después pasa revista a una serie de destacadas personalidades de este país y se sumerge en sus ciudades y accidentes geográficos, que asegura haber recorrido en su juventud. Un monstruo. El lugar se viene abajo, la gente se pone de pie y aplaude hasta el cansancio. Realmente hay que verlo para creerlo, el profesor parece una especie de shaman. Termina su exposición aconsejando: "Crean en sus instituciones, ustedes tienen enorme carácter, dejen de lado las mezquindades, únanse y no dejen que de afuera les indiquen qué hacer". Nueva ovación. El hombre agradece y baja del púlpito. Su discurso, debo decirlo, fue emotivo e impecable. Una marea de gente se le va encima con cámaras de fotos y libros para dedicar. La escena es maradoniana.
De regreso al hotel, camarones empanizados, bar vecino, invento un trago con amaretto que tiene rápida aceptación en la mesa y con Gran jefe y estudiantes locales hacemos un balance del congreso. La verdad es que valió la pena y el cierre fue un orgullo absoluto. El año que viene es en Bogotá y Gran jefe dice que volveremos, la idea no me disgusta para nada.
Hoy íbamos a ir a la playa, pero el día amaneció muy feo. Me debo una escalada del Cerro Santa Ana, cuya vista es imperdible, dicen. Allá voy.