El sábado a la tarde trepé los 456 escalones que llevan al mirador del Cerro Santa Ana. Desde allí se domina prácticamente todo Guayaquil. Da gusto ir subiendo lentamente a través del Barrio Las Peñas mientras los vecinos saludan sentados en las puertas de sus casas de distintos colores. Sobre sus peñas y peñascos (de allí el nombre del barrio) se iniciaron las construcciones de amurallamiento de la ciudad en la época colonial (1682), así como un fuerte armado de cañones para su defensa contra los frecuentes asaltos de los corsarios.
Saqué fotos de muchos de sus rincones y la pasé conversando con la gente. Una simpática señora de unos 80 años me preguntó si era holandés y al explicarle que soy latinoamericano como ella me pidió que la trajese conmigo a Buenos Aires. En fin, una experiencia muy gratificante. Los ecuatorianos son muy cálidos.
Al descender volví a recorrer el malecón y comenzó a invadirme una sensación que me acompaña indefectiblemente al final de cada viaje: se trata de una mezcla de nostalgia con una especie de deseo de cambiar algunas cosas en mi vida, algo que no termino de descifrar.
Tomé luego la avenida 9 de octubre (día de la independencia del Ecuador en el año 1820), que atraviesa de punta a punta el centro de la ciudad, mezclándome entre ríos de gente que se agolpaba en las mesas de oferta de los negocios en busca de alguna compra de fin de semana.
Oscureciendo regresé al hotel, donde Gran jefe seguía incólume en su oficina improvisada, frente a sus apuntes. Hicimos check out y nos trasladaron al aeropuerto. Tarjetazo cubrió unos pocos regalos en el free shop.
Arriba del avión, un bodriazo en la pantalla. Una avejentada Jane Fonda (aunque aún preserve su distintiva fineza), luchando estoicamente contra un pésimo guión hollywoodense, logró robarme alguna sonrisa. Al decir de Manuel Puig: "Tiene esa cosa tan linda de algunas mujeres grandes, que es ese poquito de coquetería, dentro de la seriedad, por la edad, pero que se les nota que siguen siendo mujeres y quieren gustar".
Escala en Santiago de Chile. Acampamos un par de horas en el mismo bar que nos acogiera hace poco tiempo a la petisa y a mí en una visita a amigo pesh. Jugo de naranja y el beso de la mujer araña. No pude dormir en todo el viaje. Gran jefe, desmayado de principio a fin.
Buenos Aires nos recibe soleado y con frío. Mujer e hijas de Gran jefe nos esperan. Me llevan a casa. Al despedirnos, trato de transmitirle todo mi agradecimiento por un viaje tan enriquecedor, pero el tipo no es muy afecto a la expresividad y me saluda torpe y velozmente.
A mi arribo, no encuentro nada de lo que esperaba. Ni siquiera tengo llaves. Mi amiga (y vecina) Lucy me banca los bolsos y una siestita en el sillón. Un poco más descansado, salgo de paseo por las calles de mi barrio. Me instalo en Epicúreos a leer diarios y revistas, mientras degusto dos copas de vino y le entro a unas bruschettas. Qué bien se come en esta ciudad.
Finalmente, aparece la petisa, tuvo una semana difícil y la entiendo. Estoy muy contento de verla. Ella escucha atentamente todos mis cuentos, repasa mis fotos y sonríe. Las luces de los departamentos vecinos le rozan tímidamente parte de la cara. Y yo la miro.