Después de una larga caminata al borde de los acantilados llegamos a una de las pocas playas vírgenes que quedan en la zona. La única forma de llegar es andando o en una barca de pescadores. El lugar es absolutamente increíble. En la playa no se ven más de veinte personas. Justo al medio aparece una laguna y a sus costados puede verse una que otra carpa de gente que se resiste a abandonar el paraíso. El sendero resultó muy empinado por momentos. Dos águilas nos revoloteaban sobre la cabeza, como advirtiendo que nos estábamos acercando a las enormes rocas que seguramente albergan sus casas. Nuestro valiente guía cayó preso de un repentino ataque de vértigo que amenazó con contagiar a todos. Es preferible no mirar mucho hacia abajo. Es preferible no mirar mucho los movimientos de los guardianes alados. Mejor fijar la vista en las piedras y ramas del camino, aunque sea imposible no llevarte como souvenir un hermoso esguince de tobillo (más aún si los tenés crónicos y de porcelana). El paisaje, de película. La petisa aplaudía cada vez que nuestro sendero se angostaba: dice que así se ahuyenta a las serpientes. Por un momento me imaginé picado por una víbora en el medio del morro, justo a mitad de camino, y me acordé de un cuento de horacio quiroga. Pero enseguida eliminé la posibilidad usando el método de mi brother chanch: es como que te caiga un piano en la cabeza, si tenés tal mala leche, mejor morirte...
Decidimos regresar en barquito. Con un gomón te pasan la rompiente y te dejan arriba de la pequeña embarcación de pesca. Muy divertido. Hubiese preferido hacer todo el viaje a los saltos en la lancha, pero la única forma de salir sin caminar es así. Muy despacio sorteamos los acantilados del otro extremo de la playa. Se larga la tormenta y la barca comienza a bailar de lo lindo. Por suerte nunca me mareo en estas situaciones. Pero parece que nuestro vertiginoso guía sí, porque lo vemos aferrado a uno de los bordes con todas sus fuerzas. Finalmente llegamos a un pueblito de pescadores muy pintoresco y nos secamos en un bar mientras tomamos un café caliente. De las paredes y el techo de nuestro bar cuelgan carteles de todos aquellos que pasaron por allí. Mensajes de todo tipo, promesas, deseos, etcétera. Dejo mi mensaje, una suerte de augurio de regreso con descendencia surfística, delirios de no sé donde. La petisa prefiere no dejar nada.
Luego de un amistoso pacto de no agresión, tomamos un colectivo que nos deposita casi en el punto de partida en tiempo record. Parece mentira que después de todo un día de caminata, acantilados, playa desierta y barcaza en plena tormenta, sea tan rápido y sencillo volver. La petisa se niega a cenar en la casa, creo que nuestra cocinita no le simpatiza. Nos quedan muy pocos reales, alcanzan para media muzza y una cerveza de 600. Mucho menos del hambre que tenemos. Pasa el tiempo mientras vemos pasar las pizzas grandes (napolitana, rúcula, calabresa) para otras mesas. La espera se hace larga e insoportable. Es que el día fue muy largo. Ante nuestro reclamo, la moza confiesa que olvidó pasar nuestro pedido a la cocina. Típico de estos casos, la ley de murphie que le dicen. Cuando querés que tarde, te prendés un pucho y viene al toque, cuando estás recontracagado de hambre y tenés guita para media pizza, ¡se la olvidan!
Aburridos y hambrientos, lo vemos. El tipo de la mesa vecina, sólo, recibiendo una pizza entera y colorida. Qué injusticia. Mucho para pocos y poco para muchos. Nosotros dos con media pizzita de merda y el otro lastrando porción a porción una interminable bandeja redonda. No la termina ni en pedo, arriesgo. La petisa coincide. Comenzamos a observarlo, con la ilusión de obtener de alguna manera las sobras que pudiera llegar a abandonar. El tipo es una roca, seguramente un deportista. Mirá los gemelos que tiene el hijo de puta, le digo a la petisa, se la va a comer toda, estamos cagados. Nos reímos a carcajadas mientras llega nuestra miserable cena, que devoramos en un santiamén. El tipo sigue comiendo, pausado pero rítmico. Por un momento se detiene, respira hondo. Vuelve al ataque hiriendo nuestra esperanza: una porción más. Quedan tres. Vuelve a detenerse. Mira su saldo. Abandona. Sobran tres porciones y media, casi cuatro. El hombre de los gemelos llama a la moza, pide que le retiren la bandeja. Seguro que pidió llevarse las sobras en un paquetito, tira la petisa. Es que aquí es muy común que la gente se lleve lo que no termina de comer. Esperamos, le traen la cuenta. Ahora él es quien espera, seguramente el paquete. Pero no, finalmente se levanta y se retira pasando a nuestro lado. Nos dedica una súbita mirada, desconociendo que fue el exclusivo ocupante de nuestras especulaciones por los últimos cuarenta minutos, y gana la calle.
Llamo a la moza. En portuñol avanzado le agradezco la atención y le recuerdo amistosamente el olvido de nuestro pedido. La moza se disculpa otra vez. Le contesto que está disculpada, pero que la mejor forma de compensarnos sería ofreciéndonos lo que ha dejado nuestro musculoso vecino. La moza mira incrédula. La petisa se raja, presa de un ataque de vergüenza, inventando una urgente necesidad de ir al baño. La moza pregunta si de verdad queremos las sobras. Le respondo que sí, por supuesto. Ella se retira con cara de confusión y regresa con las tres porciones y media (casi cuatro). Enseguida se incorpora la petisa. Rápidamente se olvida de su vergüenza y ataca sin piedad los humeantes triángulos de queso. Pasa la moza. La petisa intenta justificar nuestra rapiña explicando que nos quedamos sin efectivo, que patatín patatán, que blablabla, todas cosas que a la moza no le interesan o no entiende. Pero así se queda tranquila, termina de justificar la situación y podemos seguir comiendo. Terminamos muy satisfechos. Somos felices. Y todo gracias al señor de los anillos. Perdón, de los gemelos.