Esta mujercita está muy descontenta conmigo, siempre tiene algo que reprocharme, siempre soy injusto con ella, la irrito a cada paso; si se pudiera dividir la vida en trozos minúsculos y juzgar cada trocito por separado, seguro que cada trocito de mi vida sería un motivo de disgusto para ella. Muchas veces me he preguntado por qué la irrito tanto; puede ser que todo en mí contradiga su gusto por la belleza, su sentido de la justicia, sus hábitos, sus tradiciones, sus esperanzas; hay naturalezas que pueden ser incompatibles hasta este extremo, pero ¿por qué eso la hace sufrir tanto? No hay entre nosotros ningún tipo de relación que la obligue a sufrir por mi causa. Bastaría con que se decidiera a verme como alguien totalmente extraño, pues de hecho lo soy y tampoco me opondría a una decisión semejante, sino que la aprobaría muy gustoso; bastaría con que se decidiera a olvidar mi existencia, que yo no le he impuesto ni le impondría nunca, y todo el sufrimiento se le acabaría. Al decir esto prescindo por completo de mí mismo y del hecho de que su conducta también me resulta, claro está, penosa, y prescindo porque me doy perfecta cuenta de que esta desazón mía no es nada en comparación con su sufrimiento. De todas formas, soy muy consciente de que no es una pena amorosa; no le importa en absoluto mejorarme de verdad, sobre todo porque nada de lo que me reprocha es de naturaleza tal que pueda impedirme progresar. Pero tampoco le preocupa que progrese, lo único que le preocupa es su interés personal, es decir, vengarse de la tortura que le causo e impedir la que podría infligirle en el futuro. Ya intenté una vez hacerle ver cuál era el mejor modo de poner fin a esa irritación continua, pero le produje una conmoción tan grande que jamás repetiré el intento.
Yo también tengo, si se quiere, mi parte de responsabilidad en este asunto, pues por muy ajena que me resulte la mujercita, y aunque la única relación existente entre nosotros sea la irritación que le produzco, o, mejor dicho, la que ella deja que le produzca, no debería serme indiferente ver cómo esa irritación la hace sufrir también físicamente. De vez en cuando, y con mayor frecuencia en los últimos tiempos, me llegan noticias de que suele despertarse pálida, insomne, torturada por dolores de cabeza y casi incapaz de trabajar; esto preocupa mucho a sus familiares, que intentan adivinar las causas de su estado y hasta ahora siguen sin encontrarlas. Sólo yo las conozco: es la antigua y siempre renovada irritación. Cierto es que no comparto las preocupaciones de sus familiares; ella es fuerte y tenaz; y quien es capaz de irritarse hasta ese punto, probablemente también pueda superar las consecuencias de su irritación; tengo incluso la sospecha de que finge -al menos en parte- estar indispuesta sólo para dirigir sobre mí las sospechas de la gente. Es demasiado orgullosa para confesar abiertamente hasta qué punto la torturo con mi existencia; apelar a otros por mi causa es algo que ella sentiría como una degradación de sí misma; sólo por aversión se ocupa de mi persona, por una aversión que nunca cesa y la espolea continuamente; comentar en público este asunto impuro sería demasiado para su pudor. Pero no sería menos excesivo pasar totalmente en silencio un asunto que no deja de oprimirla un solo instante. Y así, con su astucia femenina, intenta una vía intermedia; en silencio, sólo mediante los signos exteriores de un sufrimiento secreto quiere llevar el caso ante el tribunal de la opinión pública. Quizá espere incluso que, cuando la opinión pública haya centrado en mi persona todas sus miradas, surja una irritación pública generalizada contra mí que, gracias a sus grandes poderes, me condene definitivamente y con mayor energía y rapidez de lo que podría hacerlo su irritación personal, relativamente débil; a continuación ella respiraría aliviada y me volvería la espalda. Pues bien, si éstas son de verdad sus esperanzas, se equivoca. La opinión pública no asumirá su papel; la opinión pública jamás encontrará tantas cosas que reprocharme, aunque me mire con la más potente de sus lupas. No soy una persona tan inútil como ella cree; no quiero vanagloriarme, y menos aún en estas circunstancias; pero aunque no logre destacar por ninguna aptitud particular, tampoco llamaría la atención por lo contrario; sólo para ella, para sus ojos de una blancura casi incandescente soy así, y no logrará convencer a nadie más. ¿Podría, pues, sentirme totalmente tranquilo a este respecto? No, claro que no; pues cuando de verdad se sepa que la pongo enferma con mi comportamiento -y algunos observadores atentos, precisamente los que difunden las noticias con mayor celo, están ya a punto de notarlo, o al menos aparentan haberlo notado-, y la gente venga y me pregunte por qué atormento a la pobre mujercita con mi carácter incorregible, si acaso pretendo llevarla a la tumba, y cuándo tendré por fin el buen tino y la simple compasión humana para acabar con todo eso; cuando la gente me haga estas preguntas, será difícil responderles. ¿Tendré que admitir acaso que no creo mucho en los síntomas de esa enfermedad y dar así la penosa impresión de que, para liberarme de mi culpa, inculpo a otros y lo hago de forma tan indelicada? ¿Y podría acaso decir con toda franqueza que, aunque creyera en la existencia de una enfermedad real, no sentiría la menor compasión, pues la mujer me resulta completamente extraña y la relación que hay entre nosotros es una simple invención suya y sólo existe por su parte? No digo que no me creyeran; más bien ni me creerían ni dejarían de creerme; ni siquiera llegarían a hablar del asunto; simplemente tomarían nota de la respuesta que he dado a propósito de una mujer débil y enferma, y eso no me favorecería mucho. Con esta respuesta, igual que con cualquier otra, me vería abocado a chocar contra la incapacidad de la gente para impedir que surja, en un caso como éste, la sospecha de una relación amorosa, pese a la total y absoluta evidencia de que tal relación no existe y de que, si existiera, partiría más bien de mí, que de hecho sería capaz de admirar a esa mujercita por la contundencia de su juicio y la inexorabilidad de sus conclusiones si, precisamente, yo no me viera todo el tiempo castigado por estas cualidades suyas. En ella no existe, sin embargo, la menor traza de una disposición amistosa hacia mí; en esto es sincera y veraz; y en ello reposa mi última esperanza; pues aunque hacer creer en una relación semejante pudiera convenir a sus planes de guerra, jamás se olvidaría de sí misma hasta el punto de hacer algo parecido. Pese a lo cual, la opinión pública, totalmente obtusa en este aspecto, seguirá manteniéndose en sus trece y decidirá siempre en contra de mí.
En realidad sólo me restaría, pues, cambiar a tiempo, antes de que la gente intervenga, no ya para acabar con la irritación de la mujercita, lo cual es impensable, pero sí para atenuarla un poco. Y, de hecho, me he preguntado muchas veces si mi estado actual me satisface al punto de no querer modificarlo en absoluto, y si no sería posible efectuar ciertos cambios en mi persona, aunque no lo haga por estar convencido de su necesidad, sino sólo para apaciguar a la mujer. Lo he intentado honestamente, no sin fatigas ni cuidados, incluso me apetecía, casi me divertía; se produjeron algunos cambios aislados y perfectamente visibles, no tuve que hacérselos notar a la mujer, ella nota todas esas cosas antes que yo, nota ya la expresión de la intención en mi comportamiento; mas no me fue concedido éxito alguno. ¿Cómo hubiera sido posible, por otro lado? Su descontento hacia mi persona es, como me doy cuenta ahora, una cuestión de principio; nada puede suprimirlo, ni siquiera mi propia supresión; sus accesos de rabia ante la noticia de mi eventual suicidio, por ejemplo, serían ilimitados. Lo que no logro imaginar es que ella, esa mujer tan perspicaz, no se dé cuenta tan bien como yo de todo esto, tanto de la inutilidad de sus esfuerzos como de mi inocencia, de mi incapacidad para responder, ni siquiera con la mejor de las voluntades, a sus exigencias. Seguro que se da cuenta, pero como toda buena naturaleza combativa lo olvida en el apasionamiento del combate, y mi desdichada manera de ser -no puedo elegir otra porque me fue dada así- me induce siempre a querer susurrar una suave amonestación a quien se haya salido de sus casillas. Así nunca llegaremos a entendernos, desde luego. Y todo el tiempo seguiré viendo, al salir de casa con la alegría de las primeras horas de la mañana, esa cara amargada por mi culpa, ese mohín de disgusto en los labios, esa mirada escrutadora que conoce ya el resultado antes del escrutinio, que me recorre entero y a la cual, por muy fugaz que sea, nada logra escapar, esa sonrisa de amargura engastada en las mejillas juveniles de muchacha, esa mirada lastimera dirigida hacia el cielo, esas manos plantadas en las caderas para afianzarse, y luego la palidez y los temblores de la indignación.