Cuando era muy chiquito, antes de que el ciclón comenzara su periplo de local en todos lados por distintos estadios de la ciudad de la furia (incluida la quema), el rubio me llevaba de tanto en tanto al viejo gasómetro de avenida la plata. Como casi todo lo que me pasó de los diez años para abajo y a diferencia de primogénita que se acuerda de su infancia a la perfección como si fuese una película, conservo hoy en día solamente algunos flashes, sin saber realmente qué ocurrió primero ni si el mismo día pasó más de una cosa. Antes tenía buena memoria, qué voy a hacer.
La cuestión es que hay dos anécdotas que recuerdo muy nítidas y, en un momento dado, me di cuenta que ambas estaban vinculadas a la misma palabra: peligro. No pretendo hacer un análisis psicoanalítico del asunto, sencillamente lo atribuyo a la mecánica repetición que, de grande muchas veces he podido observar, hacen los niños en la cancha de lo que escuchan de sus padres. Me cansé de ver pendejitos puteando, cual eco en la platea, usando palabras con significados desconocidos, ya sea para ellos o para el resto de la gente por sus errores de pronunciación.
En fin, se ve que el rubio no puteaba mucho pero sí que era un tanto paranoico. Una vuelta, típico del casla, estábamos sufriendo como locos y de pronto se paró todo el partido. La gente le gritaba cosas al referí que yo ni entendía, nuestros jugadores se empezaron a ordenar uno al lado del otro. El rubio se tapaba los ojos, ni miraba. Yo me asusté un poco y pregunté: ¿qué pasa papá? Me contestó una voz potente y nerviosa que nunca más olvidé: ¡pasa que es un tiro libre peligrosísimo, eso pasa! Me quedé calladito mirando. Finalmente zafamos y la gente respiró aliviada. Terminó el partido y nos fuimos todos contentos. Al llegar a casa, cuando nos preguntaron cómo había estado, yo le conté a todo el mundo, con los ojos enormes: ¡hubo un tiro libre peligrosísimo!
Otra vez, en una de mis recorridas por los tablones de madera, mientras el rubio se olvidaba por completo de mi existencia y miraba el partido concentrado (de hecho una vez dicen que estuve perdido todo el segundo tiempo), encontré un agujero enorme. Era un hueco en el medio de la tribuna, producto de la falta de varios tablones. Me acuerdo que estaba toda la gente amontonada y de pronto aparecía un espacio vacío. Cuando te ibas acercando pensando que habías encontrado el lugar perfecto, te alertaban: cuidado nene que hay un agujero. Esas cosas del fútbol, los hinchas disfrutando del partido al borde del abismo. Corrí a buscarlo al rubio para mostrarle mi descubrimiento, pero recién en el entretiempo logré que me acompañara hasta el lugar. Llegamos y nos paramos a un costado, el rubio observó el hueco y peló una voz de indignación que dijo: ¡es un peligro! Debí ser bien chiquito en este episodio, porque durante muchos años mi abuela me recordó que cada vez que veía un pozo en algún lado yo les avisaba a todos, asustado: ¡hay un peligro, hay un peligro!
Cuando liquidaron el viejo gasómetro, el rubio dejó de llevarme a la cancha. De hecho pequeño oko nunca conoció ese estadio y quizá por eso terminó haciéndose gallina. Más adelante empecé a ir por las mías y al rubio lo invito cuando hay algún partido importante. Hasta ahora, en el nuevo gasómetro, no encontramos ningún peligro.