"-Contá algo que tengas ganas de hacer, algo que te gustaría mucho hacer. Cualquier cosa, pero hablá.
-Mmmm. No sé si te va a resultar muy interesante.
-Dale. No te preocupes por eso. Vos largá el rollo.
-¿Lo que más me gustaría? Bueno. Ya que estamos en el tema. Pero te aviso que no va a parecer apasionante, precisamente. En fin, qué más da. Lo que más me gustaría es contar una buena historia de amor. Una historia maravillosa, con final feliz, que no pretenda en ningún momento hacer sentir a nadie más inteligente de lo que es. Perfectamente sentimental, perfectamente meliflua. Una historia que consiga hacerme creer que todo es posible, no sólo la vida sino el imposible romance del perfecto amor, con música de violines y todo.
(Pausa. El techo y las paredes recuperan, digamos, su hipnótico atractivo para los dos interlocutores.)
-Qué es meliflua.
-No tengo la menor idea.
-Ah. (Otra pausa.) Bueno; seguí.
-El problema es que una historia así suena trivial, facilonga, cuando te la cuentan o cuando la contás. Porque si nos pasa algo así, o le pasa a alguien que conocemos, preferimos pensar que lo maravilloso se va a convertir tarde o temprano en algo real, pedestre, con su cuota de aburrimiento y fracaso. Y si no se convierte en eso, va a volverse dramático y cruel. ¿Por qué? ¿Para que podamos resistirlo? Yo creo que cada vez que nos toca nuestra ínfima ración de amor y belleza en esta vida, hacemos lo posible para que se combine con torpor y opacidad; la preferimos mezquinamente reducida. No resistimos la pureza de lo bello ni del amor. Nos aterra.
-Nos cansa, claro.
-¿Eh?
-Nos aburre.
-Nos aterra, dije.
-Esta bien. Dale.
(¿Vale la pena seguir? ¿Uno habla para el interlocutor o para sí mismo?)
-Un tipo que se llamaba Montherlant dijo que en los libros la felicidad se escribe en blanco: no se ve. Y, si se ve, es porque no es auténtica. Pero imaginate alguien que, donde los demás ven solamente tinta blanca sobre papel blanco, ve otra cosa.
-Era tinta invisible. Un mensaje secreto.
-Secreto, sí. (¿Qué otra cosa decir?)
-Qué más. Dale.
-Nada. Supongo que solamente un desconocido puede contarte una historia así. Solamente a un desconocido podés contarle una historia así. En fin.
-¿Eso es lo que más te gustaría hacer?
-Sí.
-Mirá vos. Sos raro, ¿eh?
-Te avisé que no iba a parecer muy apasionante que digamos.
-Yo podría contarte una historia. Pero es bastante deprimente, en realidad.
-¿Por qué, ya tiene final?
-Buena pregunta. Buena pregunta, carajo. Pasame la botella.
-¿Cambiamos de tema otra vez?
-Sos increíblemente receptivo. Te felicito.
-Y vos sos bastante sorete, si me permitís decirlo.
-Jo, jo, jo. Es cierto. Nos vamos conociendo. Así es como debería conocerse la gente, ¿no?
-¿En un baño? ¿Dura de cocaína? ¿Hablando al pedo?
-Confesando lo que nunca confiesa.
-Opa, opa. O sea que llegó el momento de las confesiones. De las tuyas, digo, porque yo ya hice la mía.
-Qué querés que confiese.
-Hace un rato mencionaste a una Daniela, ¿no?
-¿Y?
-Soy todo oídos.
-Yo no hablaba de eso cuando dije confesar lo que nunca se confiesa.
-De qué hablabas, entonces.
-De las cosas que me gustaría o me hubiera gustado hacer, por ejemplo. Lo que vos contaste era nada más que eso.
-Nada más que eso, no me digas.
-Sí te digo. ¿Te interesa? Porque no tengo drama en no contártelo, si no te interesa.
-Sí, me interesa.
-Bueno. Son varias. Ahí van. El orden no importa. Me hubiera gustado tocar como Clapton. No, no tanto; como Ariel Rot, en todo caso. De guitarrista invitado, unos cuantos conciertos al año, no muchos. Con una Stratocaster vieja y despintada, en un costado del escenario.
-Qué más.
-Dar el pase del único gol en un partido épico y memorable de fútbol. Tener un tatuaje muy raro. Haber sido un resignado y galante one-night-stand de Juliette Binoche, en Praga, o en París. ¿Sabés qué es un one-night-stand?
-Sí. Dale.
-Pero suena mejor en inglés, ¿no? No sé si mejor o más preciso, más completo, más digno dentro de lo casual. Fumar Gauloises amarillos, sin la menor impostura. Ser más alto, o más flaco, pero no las dos cosas a la vez.
-Ésa es buena.
-Confiar absolutamente en mí mismo en una pelea callejera. Tener carisma. Haber nacido el 29 de febrero de un año bisiesto. Soportar casi cualquier dolor físico. Tener un Porsche descapotable, de color verde oscuro.
-Ajá. Llegó el momento de hablar de dinero.
-¿Quién estaba hablando de dinero? Estoy hablando de actitudes. No hay nada más aburrido que hablar de dinero, salvo para la gente que nunca lo tuvo ni lo va a tener.
-Conmovedora conciencia social, la tuya. Qué más.
-No sé. Se me fueron las ganas de pensar.
-Quedan un par de líneas, todavía. Servíte.
-Ufff. Por dónde íbamos.
-Tus confesiones. Llegaste al Porsche verde y se te fueron las ganas de pensar.
-Fin de la lista. En serio: si llegué al Porsche es que las dije todas."
(Fragmento del cuento "El borde peligroso de las cosas" arbitrariamente escogido por superloyds. El cuento forma parte del libro "Nadar de noche", de Juan Forn, año 1991, reeditado por Alfaguara en el año 2002)