"Al llegar a casa descubro que alguien dejó un enano de jardín en el medio del parque, y si bien hasta ahora no lo sabía, con sólo verlo me doy cuenta de que odio los enanos de jardín. ¿Quién lo habrá dejado? No creo que lo haya traído la crecida del río. Debe haber sido Osvaldo, el isleño que corta el césped: él es el único que viene durante la semana.
No necesito ningún nuevo accesorio para la casa, me gusta así como está: paredes de un amarillo muy claro, persianas y puertas de madera, árboles, canteros, flores, ningún enano. Así que trato de levantarlo, pero es tan pesado -debe ser de cemento macizo- que al segundo intento decido tomarlo por la cabeza, es decir por el ridículo gorrito que llevan todos los enanos de jardín, y arrastrarlo hasta el muelle.
Al volver la vista descubro el surco que el paso de la estatua dejó marcado en el césped. Con gran esfuerzo cargo al enano en la lancha, me subo y me dirijo a la casa de Osvaldo, rodeada de perros que ladran, se acercan, me huelen y amenazan con morderme. Por suerte sale a mi encuentro su mujer, que muestra las encías para decir que el marido estuvo toda la semana trabajando en la Capital, que todavía no volvió pero que puede llegar de un momento a otro. Le pregunto si sabe algo del enano pero pregunta ¿qué enano? Ese que está ahí, digo y señalo la lancha. Ella se acerca para verlo mejor. Qué bonito, ¿es suyo?, dice y entiendo que es inútil hablar con ella, así que vuelvo a subir a la lancha perseguido por los perros que no dejan de ladrar.
De pie en la proa, el enano contempla el horizonte con ojos de cemento.
Al llegar a casa amarro la lancha al muelle, bajo la estatua y vuelvo a arrastrarla por el surco que, desde hace un rato y hasta que vuelva a crecer el césped, arruina un jardín que antes era perfecto.
La isla es el único lugar en el que puedo relajarme. No debería tener estos sobresaltos, mucho menos por una razón tan estúpida y tan pequeña. ¿De qué te reís?, le pregunto al enano pero me doy cuenta de que estoy demasiado alterado, que debería tranquilizarme. Me siento en el suelo, delante de él. Me detengo a observarlo: botas oscuras, pantalón verde, camisa roja, sombrero amarillo. ¿Quién te enseñó a combinar los colores? Lo único que falta es que me conteste. Mejor destapo una cerveza y me olvido de todo.
Voy a la cocina y busco una lata bien fría. Acomodo la poca ropa que traje, reviso la alacena: de hambre no voy a morir. Agarro un libro y me siento en el sillón de mimbre que hay debajo del alero del frente de la casa, a unos metros del río, del muelle, de la costa, del jardín y del maldito enano.
Pero ¿cómo abandonarme a la lectura si no puedo dejar de pensar en él? Me conozco: las estupideces pueden captar toda mi atención, así que me incorporo, me acerco al enano y vuelvo a arrastrarlo hasta el muelle. Pienso en tirarlo al agua pero por alguna razón que desconozco no me animo, entonces lo escondo debajo de la ligustrina, para no tener que verlo.
Vuelvo al sillón, bebo un trago de cerveza y trato de leer.
Quince minutos más tarde estoy cargando otra vez al enano, lo arrastro hasta el jardín y vuelvo a pararlo donde lo encontré. Si a Laly le gusta puedo dejarlo acá para que juegue con él cada vez que venga. ¿Cómo puede ser que mi hija todavía no conozca esta casa?...
Comienzo a caminar en dirección al muelle pero me detengo frente al enano. Su sonrisa me altera. Apoyo una mano sobre el sombrero de cemento que cubre su cabeza de cemento y lo empujo con fuerza hacia atrás para que caiga de espaldas al suelo. Así está mejor...
¿Y esto?, pregunta Lola al ver la estatua tendida en el suelo. Le digo que no sé, que alguien lo dejó acá por equivocación. Debe ser un regalo, dice, como si regalar enanos de jardín fuera lo más normal del mundo. Cuando se inclina para levantarla, recuerdo el esfuerzo que tuve que hacer para cargarla hasta el muelle. Observo sus movimientos sin decir una palabra. Unos segundos más tarde descubro dos cosas: a) que mi silencio tiene como único fin comprobar la superioridad física del género masculino sobre el femenino, y b) que Lola tiene mucha más fuerza de la que yo imaginaba...
Pero cuando estoy a punto de incorporarme, escucho el motor de una lancha que se acerca: el ruido contrasta con la poca velocidad que desarrolla. Al llegar, Osvaldo se quita la gorra -una gorra con visera en la que se pueden ver las iniciales NY-, me saluda y amarra la lancha al muelle.
Me dijo mi mujer que me andaba buscando, dice, ¿necesita algo? No, contesto, quería saber si el enano era suyo. ¿Quién? El enano. ¿Qué enano? Venga, digo y acompaño el pedido con un gesto de mi mano derecha. Con una agilidad de la que no lo creía capaz, Osvaldo salta de la lancha al muelle y me sigue a través del jardín.
Ese que está ahí, digo señalando al enano. Osvaldo lo mira con curiosidad, por un momento entrecierra los ojos hasta que al fin todos los músculos de su rostro se contraen en una mueca de interés. ¿Dónde lo compró?, pregunta. Sus ojos van del enano a mí y de mí al enano, como si nos estuviera comparando. ¿No le digo que lo dejaron acá?, pensé que era suyo. Yo no sé nada, se lo deben haber dejado de regalo, dice. ¿Cómo? Además yo no compro enanos chinos, porque este enano es chino, dice. No lo parece, digo y Osvaldo se acerca a la estatua, la observa con detenimiento y dice: ¿no ve que tiene la bandera china en la parte de atrás del gorrito?
Me acerco al enano para ver que Osvaldo tiene razón. Tiene razón, Osvaldo, le digo y él vuelve a señalar la bandera. Dice: la pintan chiquita para que la gente no se dé cuenta, pero a la noche brilla tanto que se puede ver desde lejos. Orgulloso por sus conocimientos sobre los enanos de jardín, Osvaldo enciende un cigarrillo y pregunta si necesito algo más.
Lo acompaño hasta el muelle. Desde la lancha me grita: si no lo quiere no lo tire al agua porque trae mala suerte. Estoy seguro de que está mintiendo, pero tampoco me interesa que mi suerte empeore, si eso es posible. La lancha se aleja pero el eco del motor continúa durante unos segundos. En el cielo despejado y azul pueden verse las primeras estrellas."
(Fragmentos arbitrariamente escogidos por superloyds del cuento "un lugar más alejado", de alejandro parisi. El cuento forma parte de la antología "la joven guardia", editada por grupo editorial norma en el año 2005, con selección y prólogo de maximiliano tomas)