"El Conductor Gallego tenía en la punta de la lengua un formidable alegato contra los dictadores, la maffia rosarina y el mundo entero. Y arqueaba ya sus hirsutas cejas, listo para el debate, cuando el famoso picaporte volvió a girar. Veintidós ojos lo advirtieron con sobresalto: el Joven Taciturno llevó a su corbata una mano instintiva. Y la puerta se abrió entonces (¡ah, sólo una hoja y con lentitud!), mientras que doña Venus, sin levantar los párpados, gritaba mecánicamente su elogio:
-¡Vean qué muchacha es Jova!
Una figura de mujer estaba en el umbral (¡Pasen a ver, señores, el monstruo antiguo!): su desnudez tenía la violencia de un insulto, apenas velada por un camisolín granate que la envolvía como un jirón de espuma sanguinolenta. Bajo la mata de sus cabellos (rubios, castaños, rojos, ¿quién podría decirlo?) su cara sin luz era un bloque de talco definido por dos manchas violetas en el lugar de los ojos y una sonrisa de carmín que a todos apuntaba y a ninguno. De su cuerpo trascendía un olor bochornoso de maderas o gomas fragantes, y se mezclaba con el vaho de jabón antiséptico y el tufo de querosén que habían llenado el vestíbulo al abrirse la puerta.
Los once personajes enmudecieron. Y ella los estudió, uno a uno, y a ninguno; y sonrió a todos y a nadie, mientras estiraba lentamente sus largas medias de color de índigo. Y a todos les hablaba y sonreía, la bestia de mil formas y de ninguna.
-A ver, muchachos. A ver, muchachos.
Doña Venus osciló en su taburete:
-No hay dos como Jova -ronroneó entre suspiros.
-A ver, muchachos -invitaba Jova.
Samuel Tesler, al oírla, dio hacia ella un salto de león. Pero Franky lo cazó al vuelo:
-Calma -le dijo-. No han cantado tu número.
Rió Jova: una risa caliente y neutral. Después insistió, volviendo sus ojos a la cámara entreabierta:
-¿Y? A ver, muchachos.
Entre los once del vestíbulo, se patentizó un hondo malestar: el Conductor Gallego tenía una expresión adusta en el semblante y el Mercader Sirio un relampagueo cruel en los ojos; agachaba su cabeza el Gasista, con el aire de un animal recién castigado; el Señor Maduro, indiferente, había vuelto a la lectura de su periódico; Adán y Schultze, Pereda y Bernini, Samuel y Franky hablaban entre sí o lo fingían, ansiosos por hurtarse a la mirada circular de Jova. Entonces fue cuando, en medio de la tensión ambiente, el Joven Taciturno se puso de pie y aventuró hacia Jova una marcha torpe de muñeco mecánico. Sin dejar de sonreír a todos y a nadie, Jova le rodeó el cuello con su brazo desnudo y lo atrajo blandamente hacia el interior del recinto. Detrás de ambos la puerta comenzó a cerrarse discretamente. Pero antes de hacer mutis, asomó Jova su cabeza riente y miró a todos y a nadie, sonrió a cada uno y a ninguno, ¡la nada en traje de Iris, la sombra de un misterio!"
(Leopoldo Marechal, "Adán Buenosayres", año 1948, fragmento tomado del libro cuarto, capítulo II)