Friday, November 25, 2005

Loyds también escribe cuentos


DOS VECES MUERTO


Aníbal Ferrotti era un tipo duro, aunque ese día lloró, y bastante. Imposible evitarlo frente a la tumba de su viejo compañero. Hasta ahora venía sorteando a la cana, pero tenía que borrarse cuanto antes si no quería volver a caer. La última vez había sido por boludo, lo pescaron choreando un estéreo a una cuadra de la tercera, tan drogado que ni alcanzó a reaccionar. Salió a los diez días, pero la pasó fulera. Esta vez estaba jodido en serio, porque si bien no tenían prácticamente ninguna pista, siempre había alguien que podía botonear.

No podía irse sin antes pasar por el cementerio; jugada arriesgada, pero imprescindible para su conciencia. Había chamuyado al guardia diciéndole que era un viejo amigo del muerto que no había podido estar en el entierro, y el otario lo dejó pasar.

Al abrir el diario un par de días atrás no lo había podido creer: decían que al que había matado era a Esteban Solari, o mejor dicho a Sola, un hermano del barrio, su compinche de pendejos. El puto destino lo había cagado por partida doble. Ahora tenía que ver cómo zafar.

Hasta el momento nadie sabía bien qué había pasado y eso le daría tiempo para rajarse por el Tigre hacia el Uruguay. Una vez allá tendría más tiempo para pensar. Miró otra vez la inscripción: “Esteban Solari, cabo 1ero. P.F.A. Perdió su vida en cumplimiento del deber”.

La semana anterior, Ferrotti había planeado afanar el camión: iban a mover un container lleno de cámaras fotográficas desde el puerto hasta un depósito en Palermo Viejo, sin vigilancia. A la mercadería ya la tenía ubicada, y el laburo decidió hacerlo con Titín, su compadre desde que tenía memoria, aunque últimamente cada uno se moviera por las suyas. El auto que pegaron era bastante choto, pero no les importó, porque Ferrotti tenía una línea en una villa que le conseguía unos bufos del carajo, y a eso no había con qué darle.

Todo estaba bien planeado, aunque por lo visto siempre algo tenía que salir mal. En este caso no tenían en mente toparse con un custodio como Pardal, un viejo poli retirado de la época del proceso, que tenía unos huevos de novela.

Interceptaron el camión a la altura del hipódromo, cuando subía hacia Plaza Italia por Bullrich. Ahí nomás le cruzaron el chevette. Titín se bajó a los pedos y se colgó del estribo, apuntando al conductor que no tuvo otra que abrir la puerta sin chistar, porque si no lo boleteaba. Cuando se estaba metiendo adentro apareció en escena el hijo de puta del custodio, que venía pegadito atrás del camión en un 19. Se bajó del auto y empezó a tirarle a Titín desde unos quince metros, dándole a la puerta del camión que quedó abierta. Ferrotti se bajó del chevette y, sin mosquearse, empezó a replicarle los tiros al pelado ex policía, que, obligado, se replegó buscando cubrirse atrás de su renault, y desde ahí se largó a cruzar la avenida hacia el Regimiento Patricios.

¡Qué quilombo se había armado! Eran las tres de la tarde y la idea era que no volara un solo tiro, zafar el camión con el auto de apoyo y a otra cosa. En lugar de eso, se armó un caos infernal, había gente tirada cuerpo a tierra, el tráfico no se animaba a moverse, la joda se había complicado. Había que rajar en el camión con el conductor como rehén, si no estaban listos.

Titín estaba hecho un pelotudo, no esperaba ese recibimiento. Se tocó para asegurarse que no le hubiesen pegado ningún balazo, y después, para descargarse, le dio un par de golpes al camionero que estaba cagado encima. Ferrotti metió marcha atrás para poder salir, cuando oyó la sirena. El custodio ya habría dado la alarma; carajo, había que tomárselas como fuera, y con el camión se iba a complicar, los iban a agarrar enseguida.

No tuvo tiempo ni de pensar, que empezó la balacera; el pelado estaba casi llegando a la esquina con un cana de uniforme, y los dos empezaron a tirarle al chevette. Ferrotti bajó del auto y se metió en el camión con Titín y el chofer que se había desmayado. El motor no encendía. Ahí más o menos se cubrieron, pelaron las dos 45 por la ventana y empezaron a devolver los tiros. La calle se vació en cinco minutos, no se veía un alma, solo coches abandonados. Estaban bien guarecidos en la cabina del camión, pero no tardarían mucho en llegar los refuerzos, y cuando la yuta los rodéase, serían boleta.

Había que salir. Ferrotti lo mandó a Titín a bajar por el lado derecho, mientras él seguía meta tiro sin parar. Después lo siguió y salieron los dos cagando para Pacífico. La idea era alcanzar las vías. El poli de uniforme los seguía de cerca, pero el custodio no daba más; se ve que le pesaban los años, porque apenas alcanzó a correr unos cincuenta metros y tuvo que pararse.

Iban desesperados, a los gritos y empujando a la gente que caminaba por la calle, mientras el rati les gritaba dándoles la voz de alto y sin perderles el paso. Hicieron unas cuantas cuadras hasta que ganaron las escaleras que llevaban a las vías; una vez ahí sería muy difícil que los agarraran. Pero mientras estaban subiendo el poli empezó a los tiros y se lo bajó a Titín, que cayó como diez escalones. Ferrotti siguió, llegó hasta arriba de todo y se escondió atrás de una columna de hierro, para ver si su compadre todavía vivía. No lo podía dejar así tirado.

Al toque se dio cuenta de que estaba muerto. Vio al cobani acercarse al cuerpo, convencido de que él ya se había rajado, y darlo vuelta tomándole el pulso. Luego se inclinó sobre el maltrecho Titín, le levantó la cabeza por el cuello y lo observó detenidamente, como consternado. Entonces lo abrazó y se largó a llorar mientras apoyaba el arma en uno de los escalones. ¡Que sádico hijo de puta!, pensó Ferrotti, ¿qué clase de ritual era ése? No pudo contenerse más, sacó el fierro, le apuntó a la gorra desde arriba y le vació el cargador. Le pegó tres o cuatro balazos, pero el tipo igual alcanzó a pararse, cayendo finalmente hacia adelante por un borde de la escalera, unos ocho metros para abajo.

Ferrotti salió por las vías y logró treparse a un tren casi enseguida, con la satisfacción de haber vengado a su amigo. Ese pedazo de mierda azul no va a joder más, se dijo un tanto nervioso, riéndose.

Al otro día hojeó el diario para ver si andaban detrás suyo. “Un policía y un malviviente muertos. Otro sigue prófugo”. Ninguna novedad, más allá de que por matar a un cana siempre te buscan con toda la furia. Siguió leyendo, decían algunas cosas posta pero, como siempre, también un montón de boludeces. Irían a averiguar por el lado de Titín, aunque mucho no iban a encontrar. Los pibes que paraban con él a Ferrotti casi no lo conocían, eran más perejiles. Además, el vínculo entre los dos últimamente era bastante concreto, algún que otro laburo chico nomás.

Entonces vio la foto del que había matado: le resultó familiar, aunque no sabía de dónde lo tenía. Cuando leyó el nombre se tuvo que sentar. Las manos le empezaron a transpirar, el cuerpo entero le tembló en un escalofrío inagotable. No podía ser verdad, había matado a Solari, a Sola, el que jugaba a la pelota e iba a la cancha todos los domingos con él y con Titín.

¡Que mala leche! Entonces sí le cerró la actitud del rati, de Sola, al ver que se había bajado a Titín, su compañero de juegos, y entendió lo que debió sentir en ese momento, porque ahora le tocaba sentirlo en carne propia y era una mierda.

Alguna vez le habían batido que el Sola era vigilante, que se había enganchado en la Federal, pero él se cagó de la risa; el Sola poli, dejá de joder...

Se persignó torpemente, saludó a su amigo y pensó en su otro amigo, Titín, que ni siquiera un entierro digno debía haber tenido. Caminó hasta la puerta del cementerio, saludó al guardia agradeciéndole la gauchada y se secó la jeta. Dos amigos se habían ido por culpa suya, o no. Pero qué mierda, ahora había que escapar...